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viernes, 4 de abril de 2008

I

ACT I

Entré a la decrépita cafetería dando un portazo y todos me miraron. Viejos viajeros, detenidos para siempre en ese lugar, dejaron sus tazas de café y platos de panqueques para mirarme, quizás, por una última vez. Ellos sabían cuál era mi destino, lo conocían como la palma de su mano. Conocían el destino de todos los soñadores que pasaban por ese viejo pueblo abandonado, perdido en la más recóndita ruta del país. Me senté delante del mostrador y le pedí café a la mesera. "Betsie", como su delantal anunciaba, me sirvió desprolijamente en una taza y me deslizó una cuchara y una jarra de azúcar. Era el café más amargo que había tomado en mucho tiempo, pero en ese momento servía para intentar concentrar mi mente y destilar la heroína de mi sangre. Pedí ver un menú, y Betsie me alcanzó con desgano una hoja de garbanzo con dos o tres cosas anotadas. Por miedo a pescarme una enfermedad venérea por un sandwich de queso, decidí abstenerme de comer nada.


Me dolía la cabeza, necesitaba algo más. Había pasado una semana desde que había dormido por última vez. Había pasado una semana desde que había comido algo por última vez. Hacía una semana exacta, me había trepado a esa camioneta, y había emprendido un viaje a un lugar desconocido. Con una 9mm en el maletín, una bolsa llena de drogas experimentales, y el putrefacto cadaver de un narcotraficante en el baúl, golpeé el camino tal como él me había golpeado a mí: implacable.

Tomé otro sorbo de café y lo sentí bajar, amargo, por mi garganta. Mi cabeza comenzó a temblar levemente, no iba a aguantar eso por mucho tiempo. Me incorporé y pedí ver el baño, pero me tuve que guiar con un brazo señalando ampliamente a la derecha. Recorrí un corto pasillo de cuatro metros y llegué a un cuarto blanco y sucio. El olor allí dentro era insoportable, como si nunca hubiera sido limpiado. Me metí y cerré la puerta con una débil traba de metal. Serviría de todas formas, para mantener a los demás alejados. El baño era ridículamente reducido. Constaba con una pileta llena de mugre, una repisa de metal llena de polvo, y lo que vendría a ser el toilet (que básicamente era un agujero en el suelo que emanaba pestilentes aromas). Revisé el bolsillo interno de mi traje, y saqué un pequeño frasco anaranjado. Su etiqueta anunciaba que su contenido se trataba de benzodiazepinas, pero eso nunca había sido verdad. Me coloqué una pastilla de un color rojo-anaranjado en la palma de la mano y la examiné con cautela.

Dos horas antes de treparme a la camioneta y acelerar a través del desierto, Marco, un traficante de drogas altamente experimentales, me había vendido un frasco con pastillas de metanfetamina sintetizada. Pero yo iba a cumplir negocios, por lo que, luego de alojarle una bala 9mm en el cerebro, recuperé mi dinero, y le robé toda su mercancía. Su cuerpo yacía en ese mismo instante - mientras yo me metía la pastilla en la boca y la tragaba con saliva - en la parte trasera de mi camioneta, que desprolijamente había sido estacionada en la fachada de la cafetería. Respiré hondo y me soné los nudillos, y volví a alojar el frasco en el bolisllo interno del traje, de esos que se encuentran a la altura del pecho.

Moví el cuello con violencia para hacerlo sonar. Me miré al espejo, me veía terrible. Unas profundas ojeras surcaban mi cara, y mis ojos se veían perdidos. Mis antebrazos estaban llenos de marcas de pinchazos y pequeñas hemorragias. Tan solo recordar esas noches de heroína me hicieron helar la sangre. Un golpe seco me sacó de mi reflexión. Sentí como alguien se aclaraba la garganta al otro lado de la puerta, y a juzgar por el gastado tono de sus cuerdas vocales, se debía tratar de una persona adulta. Revisé mis bolsillos una última, me intenté arreglar el pelo, me acomodé el traje, y abrí la puerta.

Al otro lado de la misma, un viejo alcohólico me miró con desgano y me apartó con el brazo. Lo que para mi era un baño de pesadilla, para él parecía ser un lujo, porque no tardó en cerrar la puerta tras él y hacer sus necesidades. Regresé a la barra de la cafetería y pagué mi café. Unos pequeños espasmos recorrieron mi brazo cuando le di el dinero a Betsie, pero al parecer la generosa propina la mantuvo callada. Ella había sido la persona más amigable con quién había tratado en los últimos días. Al menos no me había intentado asesinar.

Salí de la cafetería acompañado por el sonido de unas campanillas, y el pesado sol de Montana me cayó en la cabeza como si hubiera sido guiado por Zeus. Acomodé mi cuerpo para lo que se venía, encendí un cigarrillo, y entré a la camioneta. La puerta sonó con desdén cuando la cerré, y mi cabeza pareció alinearse a ese sentimiento. Me pesaba, pero sentía como, de a poco, las metanfetaminas iban recorriendo mi cuerpo. Era el quinto día que tomaba esa mierda. Era el quinto día sin ingerir alimento. Mi cuerpo estaba al borde del colapso. Maldije el día en que me metí esa basura en la boca, pero, también debía maldecir el día que mis venas habían recibido con ansias una gota de su más preciado néctar; por lo que no lo hice. Arranqué el motor, decidido a largarme de allí, y mientras me alejaba lentamente de la vieja cafetería perdida, me debería haber dado cuenta que no sabía que eso, iba a ser lo último que iría a hacer ese día.


TO-BE continued.