Estoy teniendo sueños raros. Paranóicos. Pero yo creo en mis sueños. Mis sueños son la pura y absoluta verdad del asunto. Y si nos quedara un dejo de consciencia nos podríamos dar cuenta de lo que hacen. Ponen LSD en nuestra comida, en nuestra agua, hasta en las canciones que escuchamos. Son seres malvados todos vestidos de blanco, que usan sus infinitos recursos para deshabilitar nuestra habilidad de pensar. De pensar como humanos. Mantenerse abajo parece ser parte del problema. Los problemas son parte de la solución. Qué nos queda? Nada.
Nos levantan de la realidad y nos dan un saque de virtualismo. No es más que un montón de chatarra apilada en nuestras neuronas. Mescalina para aquel viejo soñador que posa su cansado cuerpo en alguna duna de ardiente arena, perdido en el más recóndito rincón de Nuevo México. La redundancia es nuestra mejor amiga a la hora de juzgar. Nos contradecimos igual que nuestros antepasados. Nuestros antepasados son una mierda. Igual que nosotros.
Y ahora, sin tener idea de lo que escribo, mientras mi mente se pierde en el humo del café, pienso cuan real es todo lo que nos rodea. Es solo luz reflejada en objetos. Juego con mi pelo y sonrío, quizás, por primera vez en el día. Mierda, podría ser inclusive en la semana. No tengo idea.
Una vez soñé que todo a mi alrededor estaba hecho de paredes de cartón blancas. En ese mismo sueño soñé que tenía el superpoder de convertirme en diferentes objetos masivos e inanimados, por eso no le daría tanta importancia. Pero esas paredes de cartón estaban hechas del cartón más mágico de todos. Y todos me hablaban en dialectos extraños.